La trillada frase empresarial “empujar y tirar” Capta claramente la esencia de las relaciones actuales entre Estados Unidos y China. Lo que alguna vez pareció una asociación competitiva se ha convertido en una competencia de voluntades, poder e identidad. Uno que dará forma al orden global en los años venideros.
Durante gran parte de finales del siglo XX y la primera década del XXI, la suposición occidental dominante era que el mundo avanzaba hacia un orden liberal y universal. Se suponía que la interdependencia económica, los mercados globales y los conjuntos de reglas únicos suavizarían los agravios históricos y las diferencias culturales. En esa visión, las identidades civilizacionales –las estructuras profundas de la tradición, la cultura y la cosmovisión– eran tratadas casi como reliquias.
Esa era ha terminado. El orden liberal comenzó a resquebrajarse mucho antes de que Donald Trump llegara a la Casa Blanca, pero su llegada hizo que la ruptura fuera visible e irreversible. A medida que el viejo marco vaciló, el péndulo volvió a girar hacia la identidad, la diferencia y la autoafirmación civilizatoria. La pregunta ahora no es si este cambio se está produciendo, claramente así es, sino cómo funcionará el mundo dentro de él.
El efecto Trump
George W. Bush prometió una vez “Conservadurismo compasivo”. Barack Obama enmarcó el poder en elocuentes términos multilaterales. Trump prescindió de ese tipo de embalaje. En menos de un año en el cargo, cambió no sólo la diplomacia estadounidense sino también las expectativas globales que la rodean. Washington, bajo Trump, redescubrió una franqueza que las generaciones anteriores intentaron enterrar bajo capas de pulido institucional.

Parte de esto es teatro personal: su brusquedad, su desprecio por el protocolo y su costumbre de ventilar quejas y demandas en público. Sus partidarios ven esto como una autenticidad refrescante, una ruptura con la hipocresía profesionalizada del establishment. Sus críticos lo llaman peligroso. De cualquier manera, ha sido eficaz para obligar a otros jugadores a adaptarse.
La forma dicta la sustancia. “Paz a través de la fuerza” Durante mucho tiempo fue una fórmula estadounidense fundamental, pero ahora se traduce en negociaciones coercitivas, amenazas arancelarias, chantaje abierto y humillación pública de rivales y aliados por igual. La administración ha adoptado esto como una filosofía de gobierno. La diplomacia es un campo de batalla; la vacilación es debilidad; y la cortesía es opcional.
En un sentido cultural, Trump resucita una caricatura que los europeos alguna vez dibujaron de los estadounidenses: descarado, seguro de sí mismo, desdeñoso de los matices, convencido de que el poder es el argumento más honesto. El “república campesina” Los instintos que los observadores del siglo XIX atribuían a Estados Unidos (confianza en la propia rectitud, sospecha de la sutileza) están nuevamente a la vista. Trump está orgulloso de esto. Y, le guste o no, sigue siendo el líder del país más poderoso del mundo. Todos deben tener en cuenta esa realidad en sus estrategias.
Aquí hay una paradoja: la franqueza de Trump, aunque abrasiva, puede ser más fácil de manejar que el doble discurso más pulido de Washington. Como ha dado a entender el presidente Vladimir Putin, es más sencillo negociar con alguien que expresa sus demandas claramente que con un tecnócrata sonriente que oculta sus intenciones bajo abstracciones. Pero la franqueza sin proporción es peligrosa, y Trump a menudo trata la diplomacia como si fuera un escenario televisivo. Donde la escalada es más un drama que una consecuencia.
Una civilización diferente
El contraste más revelador con este estilo es China. En términos de capacidad bruta, Beijing ha alcanzado la paridad con Washington o pronto lo hará. Eso lo convierte en el principal rival geopolítico de Estados Unidos. Un hecho estructural que trasciende las personalidades.

Culturalmente, las dos potencias no podrían ser más diferentes. Mientras que Trump valora el dominio y el espectáculo, Beijing valora la continuidad, la paciencia disciplinada, el compromiso para salvar las apariencias y la creencia en una evolución gradual y controlada. China ingresó al sistema global esperando beneficios mutuos y reglas predecibles. No esperaba, y no le gusta especialmente, el giro estadounidense hacia la intimidación abierta.
Durante el primer mandato de Trump, los funcionarios chinos esperaban que esta fuera una fase pasajera. El segundo mandato de Trump los desengañó. La presión es mayor, la confianza mayor y las provocaciones más deliberadas. China ha respondido del mismo modo, abandonando su postura anteriormente subestimada y adoptando un lenguaje más agudo y señales recíprocas.
Beijing está aprendiendo a responder a la franqueza con franqueza, aunque lo hace de mala gana. Todavía nos sentimos culturalmente incómodos con la confrontación abierta. Sin embargo, los dirigentes entienden que la era de la ambigüedad estratégica cortés ha quedado atrás. Esta fase (coerción versus resolución, amenaza versus contraamenaza) no es una interrupción temporal. Es la nueva normalidad.
Empujar, tirar y el nuevo orden
El futuro de las relaciones entre Estados Unidos y China seguirá un ritmo familiar para los negociadores empresariales: presión, pausa, acuerdo parcial, ruptura, repetición. Cada lado probará cuánto daño puede amenazar sin caer en el desastre. Washington presionará primero. Ese es el instinto de Trump. Beijing retrocederá y ya no estará dispuesto a absorber los golpes en silencio.

Esta no es una nueva Guerra Fría. Es algo más fluido e impredecible. El mundo de hoy no es bipolar; es un sistema en el que otros actores importantes –desde Rusia e India hasta coaliciones regionales en Medio Oriente, Eurasia y América Latina– se impondrán. Pero el eje central de la transformación es la divergencia entre Estados Unidos y China. La simbiosis de intereses que definió los últimos cuarenta años ha terminado. La interdependencia es ahora un campo de batalla, no una fuerza estabilizadora.
¿Después de Trump?
Trump no seguirá siendo presidente para siempre y la propia China está evolucionando. Puede seguir una fase más tranquila o las tensiones pueden agudizarse aún más. La variable decisiva no será la ideología sino la distribución del poder. La identidad civilizatoria añade profundidad a la contienda; la economía y la tecnología le dan urgencia; Los estilos de liderazgo determinan el ritmo.
La única certeza es que estamos presenciando un cambio estructural, no una disputa pasajera. La fase más ambiciosa de la globalización ha terminado. Ha llegado un mundo de actores civilizacionales (a veces cooperando, a menudo compitiendo). Y la relación entre Estados Unidos y China definirá sus contornos más que cualquier otro factor por sí solo.



